Somos las historias que nos contamos.

Los individuos y las organizaciones, consciente o inconscientemente, nos la pasamos desdoblando nuestros propios guiones.

Estas narrativas funcionan para cuestiones tan trascendentes como explicarnos a nosotros mismos (existencial), delinear el camino (estratégico), definir valores (moral) y clarificar metas (acciones).

Las narrativas impactan a entidades de todo tipo.

A nivel país, por ejemplo, Estados Unidos tiene como narrativa predominante los negocios. Los empresarios son héroes, modelos, casi santos. La narrativa norteamericana está dominada por la adquisición, el consumo y la velocidad: time is money.

En México, por otro lado, persiste la narrativa del subsidio y la victimización. Pedimos para tener a quien culpar (los ricos y los políticos) y extendemos la mano en lugar de asir una herramienta.

Algo parecido ocurre a nivel empresa. Todo negocio vive y ejecuta una idea central que lo rige y determina actividades, discusión, procedimientos y metas. Por eso más vale que la narrativa sea oportuna; de lo contrario el negocio se alineará hacia el error.

Finalmente, un líder tiene que definir la narrativa predominante o en su defecto hacerse consciente de cuál es la que se vive en la empresa. Una cosa es lo que se declara y otra la que se ejecuta cotidiana y espontáneamente.

Los líderes efectivos son apóstoles y profesores: toman un tema (la estrategia) y se la pasan predicándolo compulsivamente.

Sin una narrativa, no hay manera de darle coherencia a las acciones. La intrascendencia y la disolución son el resultado de una historia ausente.

Así como una persona es la suma de sus historias, así en cada negocio existe una masa crítica de narrativas fundamentales que se difunden a través de las generaciones y que constituyen el DNA organizacional. Una empresa se convierte en aquello de lo que habla constantemente. ¿De qué hablan en tu negocio?

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