Preservarse

Extrañamos nuestra vida. Quizás hasta éramos felices y no lo sabíamos. Nos sacudieron; de repente nos bajaron de donde estábamos y el vehículo se fue sin decir adiós, sin dejarnos una guía o manual. Acompañados o no, el entorno parece gritar: estás solo: revalora lo que tienes o has tenido, lo que haces o no, con quién estás o no, lo que realmente es importante o no.

Por si fuera poco, cuelga sobre nosotros la posibilidad de contagiar y de ser contagiados, de perder a nuestros padres y abuelos. Cuelga también la incertidumbre económica, la caída de ingresos, la presión por los gastos: ¿me alcanzará?

Lentamente pasa la euforia del Zoom y de beber "juntos" y conversar. El entusiasmo inicial de la vida digital, de poder finalmente ver la serie de Netflix, de convivir en familia e interactuar con juegos de mesa, de hacer visitas virtuales a museos; va amainando gradualmente.

Los abuelos extrañan a sus nietos, la gente extraña su oficina. Los que viven solos anhelan compañía, los que viven acompañados anhelan estar solos.

Empieza el agotamiento. Hacer ejercicio en casa no es tan divertido como hacerlo en un gimnasio. Los cursos, ya chole. Grupos de whatsapp piden ya no postear nada del Covid-19 ni de AMLO. Basta. Algunos apagan su teléfono temprano o evitan noticias.

Las fugas del alcohol, ansiolíticos, pornografía y demás, empiezan a trastocar al psique y elevar la ansiedad y/o depresión. Se incrementan las discusiones. Se culpa a los que tenemos cerca y los convertimos en el objeto de nuestra frustración. El fino balance que existía en las relaciones, se afecta de manera significativa.

Hay gente que cae y se siente que va rumbo al infierno, pero también hay gente que se levanta y detiene la caída, y otros, que se adaptan y florecen.

Algunos se reinventan. Sacan fuerzas que no sabían que tenían y solucionan a base de solucionarse a ellos mismos. Encuentran la paz y que se acomodan a su nueva forma de estructurar el tiempo. Como Jennie Jones, una señora de clase media en Inglaterra, que se amarró de su barda y hace su rutina de natación en una diminuta piscina para niños.

Otros: improvisan su gimnasio en el hogar y no fallan; regresan a rezar y a agradecer de mañana y de noche; persisten en meditar, a pesar del bullicio; renuncian al alcohol o a otro vicio y se ponen a dieta; declaran la guerra, o la paz, al victimismo y a la mediocridad.

Estamos siendo sujetos a una prueba inédita, global, local, comunitaria, familiar y, sobre todo, personal. Es una batalla de uno contra uno mismo.

Los adinerados postean su encierro desde su alberca o sus casas de campo. Invierten en la producción de posts y ensayan las tomas para asegurar más likes. Postean con nostalgia fotos de viajes pasados. Sus retos son internos, representacionales y psicológicos; se preocupan por su estabilidad emocional, por no subir de peso y por sus hábitos destructivos.

Los menos favorecidos se preguntan qué van a comer en las siguientes semanas. Vivían al día y ahora no tienen ingresos o se vieron drásticamente reducidos. Viven familias extendidas, hacinados; algunos sin agua ni electricidad. Sus retos, aparte de psicológicos, son de manutención; se preocupan por la sobrevivencia de su familia.

Ésta es una carrera de resistencia. El problema ajeno casi no se siente; es el propio el que duele, el que reta, el que se padece.

Hay de problemas a problemas, y hay por lo menos dos formas de enfrentarlos: con buena actitud y disciplina: esto construye y soluciona, o con mala actitud y abandono: esto destruye y complica.

Si uno está bien, todo sale.

Al final de la cuarentena habrá vencedores y vencidos, héroes y víctimas; algunos saldrán peinados, robustecidos, vitales y renovados, otros saldrán despeinados, debilitados, con sobrepeso y vicios.

Seamos de los primeros.

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