El deseo suele ser una trampa.
Se desea lo que no se tiene en la paradoja de que cuando el deseo se cumple, ya no puede ser deseado. Es que el deseo implica la carencia, por eso cuando algo se posee o se logra, la carencia desaparece y con ella el deseo.
Se vive en el anhelo: si yo tuviera y/o si yo fuera, todo cambiaría: sería otro, sería mejor y sería feliz.
Se quiere aquello que no se tiene y frecuentemente genera una obsesión que nos consume, borrando de tajo de nuestra atención y dedicación a todo aquello que ya se tiene. Es un reto, casi un imposible, querer lo que ya se tiene.
La dinámica del deseo, su complejidad y su metamorfosis, conforman una elaboración tal, que prácticamente nos aseguran una vida de insatisfacción permanente.
El deseo no sólo desaparece cuando se obtiene sino que, según Jean Lacan, es inalcanzable porque en realidad se desea a algo fantasioso, a un constructor idealizado que poco tiene que ver con la realidad.
Se desea al príncipe azul o a la más bella de las princesas, al dream job o al encuentro con nuestro destino que se cree que es pre-determinado y que si tan sólo lo descubriéramos sabríamos, con exactitud, nuestro rumbo y estaríamos donde debemos de estar.
Desear es una motivación de vida invaluable pero, como todo, tiene su lado oscuro. Puede ser también una condena hacia la insatisfacción y en el caso de negocios, hacia el fracaso.